Cristales rotos

La nueva enfermera me trajo la medicación diaria. Me asusté al ver sus ojos. Su mirada se clavó en mis pupilas y ya no puede apartar la vista de ella. Sí, incomprensiblemente fue su mirada penetrante la que me trajo los recuerdos de aquellos días. Porque era tan distinta a la suya, quizás por eso o tal vez porque esa fue siempre la mirada que yo esperaba encontrar, una mirada ingenua, divertida, perspicaz, sin gota de melancolía, nada amarga y sin heridas o porque daba igual que existiera o no otra mirada. No lo sé, ahora no lo sé, estoy demasiado confuso. De lo que sí estoy seguro es que no pasará un segundo de mi vida sin tenerla en mi mente. Hace ya diez años de todo, pero ahora mismo para mí es como si hubiesen pasado tan sólo diez minutos. El caso es que al contemplar su vivaz mirada me ha dado un vuelco el corazón, no me había pasado nunca, el tamiz por el que he filtrado nuestra historia ya no sirve de nada y la película de nuestra corta vida juntos comienza a pasar en blanco y negro por mi cabeza, muy rápidamente, fotograma a fotograma.

Recuerdo a la perfección cuando la conocí. El día se percibía claro a través de la ventana. No iba a llover. Hacía frío. Lo delataba la ropa de abrigo de los transeúntes arropados con bufandas rodeando sus cuellos. Los árboles mecidos por el viento bailoteaban al compás del canto de algunos jóvenes jilgueros posados en centenarias ramas. Todo muy bonito, demasiado bucólico, pero para mí apuntaba a que iba a ser un día igual de monótono que el anterior, un día para no ser señalado en fluorescente en el calendario, uno de esos días que estás deseando que pase porque de banal que ya se intuye, resulta inútil vivirlo.


La mujer estaba sentada en el banco solitario de la parada del autobús. Era joven, de tez blanca, escuálida, discreta en el vestir, desnuda de adornos y a mí me pareció preciosa. No sé como llego hasta allí, apareció de la nada, pero era como si estuviera desde siempre, como si formase parte inseparable del desolador paisaje que me tocaba contemplar. Parecía solitaria, estaba inmóvil, como si sus músculos no respondieran a las órdenes del cerebro, que seguramente también permanecía quieto; quieto, aburrido y fatigado de buscar soluciones. Podría decir que desde el instante en que la divisé era como si ya la conociese. Era como si hubiésemos nacido unidos por alguna parte de nuestro cuerpo y jamás nos hubiesen separado. Cada mañana, cada tarde, desde aquel día se sentaba con los pies cruzados y las manos entrelazadas en el regazo durante largas horas en el mismo banco, en la misma postura, un poco encorvada hacia adelante, con el mismo gesto sereno, la misma mirada perdida y la misma languidez en su semblante. Nadie la acompañaba al llegar, la visitaba en su estancia o se marchaba con ella. Cada media hora el autobús número cincuenta se avistaba en el horizonte de asfalto, hacía estación de penitencia en la parada, abría sus puertas, algún que otro pasajero subía o bajaba pero ella jamás se movía. Me daba pena observarla desde el edificio de viviendas que yo ocupaba justo enfrente de ella. Quería salir corriendo y ofrecerle mi ayuda ¡Ja, qué iluso! Decirle que huyéramos juntos al lugar más lejano de la tierra, que tomase mi mano y la apretara contra su corazón para ahuyentar el desconsuelo que padecía o sencillamente, que habláramos un rato, a mí también me hacía falta, pero no, yo también permanecía quieto, tan sólo la miraba a través de los cristales semiempañados de mi ventana del tercer piso, cerrada como siempre a cal y canto.


"...Era como un helecho, húmeda y sombría, desprovista de flores..."



No conocía su nombre. Bueno, casi no conocía nada de ella, tan sólo esa mirada unas veces distraída, la mayoría perdida, que hacía que yo también me confundiera. Desde que la descubrí mi vida fue únicamente para ella. A mí también me sobraba el resto del tiempo, también el resto del mundo. Decidí concentrar toda mi atención en estudiarla al detalle. Su calmosa apariencia me decía que no quería que nadie la tocara, que nadie le hablara tan siquiera, quería permanecer tranquila, ignorada, sosegada en esa jungla de alquitrán. Supe enseguida que no era feliz. Pero a la vez inspiraba tanta paz que no podía entender su tristeza. Era injusta la vida, entonces me di realmente cuenta ¡Cuánto despojo suelto por el mundo! Me incluía, por supuesto, que me incluía entre ellos. Era como un helecho, húmeda y sombría, desprovista de flores, aunque a veces me alegraba el alma, la mayoría de las ocasiones hacía que yo también hurgara en mis desgracias, tan sólo con mirarla algo se revolvía en mi interior. Dejé de comer por unos días. Descuidé mi higiene personal, aparté mis aficiones a un lado y a toda costa quise entender su angustia. Me fue imposible. Por más que la contemplaba no adivinaba el por qué de esa introspección. Si aparentemente podía tenerlo todo para ser feliz ¿qué le pasaba?. La cabeza es tan frágil a veces y, sobre todo, tan complicada. Las hojas de otoño le caían encima como una lluvia fina de verano, pero ella no hacía absolutamente nada para quitárselas de su falda plisada a cuadros. Los domingos los niños gritaban a su alrededor y sus sordos oídos no hacían caso. Entre semana eran los perros callejeros los que se acercaban a olfatear sus piernas delgadas, a orinar en la marquesina que ella ocupaba, repleta de cristales empapelados con fotografías y anuncios dispares, pero su mutismo y su quietud colmaban los nervios del ladrón más sereno. A veces me concentraba con la única misión de enviarle mensajes secretos, imperceptibles a cualquier otro oído que no fueran los nuestros, le gritaba en el más riguroso silencio que elevase la vista del suelo y clavase sus pupilas, que imaginaba a estas alturas de nuestro encuentro (aún para ella desencuentro), verdes, tan verdes, penetrantes y relucientes como fondos marinos, en mí. Quería decirle que saliera de su urna de cristal, de su cueva cristalina, de su refugio transparente, aparentemente accesible, pero tan misterioso y hermético como impenetrable. No, mis ondas cerebrales no eran lo suficientemente potentes como para alcanzarla, se dispersaban en el ambiente antes de rozarla siquiera. Unas veces se las llevaba una gaviota en vuelo rasante, otras el sol se interponía como un gran escudo protector y el reflejo me cegaba para el resto de la tarde, la mayoría de las veces el cristal de mi ventana se negaba a dejarlas pasar, se burlaba de mí y me ofrecía mi cara de idiota en pleno acto de concentración.



...para regresar inmediatamente al sosiego, a la placidez, a la serenidad que infunden los muertos en su lecho sepulcral...



 

Me gustaba ese mechón de pelos que le caía por la frente y le ocultaba en parte la soledad que reflejaba. Si hubiese esbozado una sonrisa en algún momento la habría desfigurado rápidamente, ella no se prodigaba en excesos, pero yo habría quedado en parte contento. Sus labios carnosos impertérritos se curvaban hacia las profundidades del abismo ni el más triste de los disgustos producía tanta huella en nadie. De cuando en cuando movilizaba sus descarnados dedos y los pasaba sobre el sedoso cabello negro como una noche ausente de luna. Otras veces en vez de sus manos era el viento el que se aliaba en mi favor y desbarataba su melena, entonces su quietud se convertía en movimiento por unos instantes, para regresar inmediatamente al sosiego, a la placidez, a la serenidad que infunden los muertos en su lecho sepulcral. Yo por aquel entonces ya la amaba. La amé siempre y, pese a todo, la seguiré amando. Ella nunca lo supo, hoy me duele, hoy me duele mi cobardía, me hace daño más que por mí por ella. No merezco seguir viviendo. Los cobardes no merecen un sitio en la vida, ni siquiera en una esquina, arrinconados. La vida debe ser para los valientes, para los que arriesgan, para los que se atreven a cambiar el rumbo del destino, para los aventureros, para los que tienen ansias de libertad. Las vidas mediocres no merecen ser vividas. Sí, es otra de mis afirmaciones más rotundas, pero ya a estas alturas de mi vida hay que estar demasiado templado hasta para la muerte.

En fin, una tarde ocurrió algo que aún hoy soy incapaz de asimilar por completo, me dolió profundamente, he de reconocerlo, pero a lo mejor ya es tarde para ello. No sé como pude haberlo evitado, tuve que haber hecho algo más, de eso estoy seguro. Ella no lo merecía, no merecía una vulgaridad así. Inspiraba tanta paz. No había hecho daño a nadie. Era tan joven, tenía tanta vida por delante. O mejor, hubiese sido tan fácil ignorarla, mirar para otro lado, al fin y al cabo no me ataba nada a ella, sólo este amor febril y desinteresado, anónimo e ignorado por todos. Podría haber imaginado que se montaba en un carruaje tirado por briosos corceles y que partía de mi vida para no hacerme daño o que el tren de su vida pasaba y ella lo cogía en marcha, dispuesta a empezar una gloriosa vida. Pero no, el profundo amor que sentía por ella me impidió desviar la mirada. El personal de la limpieza, como cada jueves, mecánicamente sin importarle la presencia de la visitante perpetua de la parada del autobús número cincuenta, comenzó a dar brillo a los cristales que recubrían la marquesina decorada con fotografías y anuncios dispares, uno de los operarios en su afán de estar en todo lo que le rodeaba menos inmiscuido en su trabajo, distrajo su mano de uno de los vidrios que manipulaba torpemente y éste cayó fulminado a modo de cuchillo sobre la cabeza de mi único amor, el más preciado, el más puro y el más distante que jamás intuyó ni siquiera rozar mi maltrecho cuerpo. No, no era justo. Yo quise correr para protegerla, advertirle del peligro, gritarle que huyese. Me fue imposible, lo confieso, me abalancé sobre el ventanal como pude, intenté llegar a tiempo, abrir la ventana, el picaporte sólo estaba a medio metro de mi mano, lancé el libro que sujetaba con todas mis fuerzas, golpeé con los puños cerrados mi rabia, pero todo fue inútil, la maldita manta que calentaba mis piernas me frenó en seco al bloquear el mecanismo de mi silla de ruedas, mientra ella perdía su último aliento, bañada en un charco de sangre que corría lentamente acera abajo.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Hetty and The Jazzato Band

Tu ausencia

Sanlúcar de Barrameda (Cádiz)